jueves, 25 de febrero de 2010

Del pecado original al derecho divino


Como en el chiste de la caperucita, aquí el cuento también ha cambiado mucho. En mis tiempos nos explicaban que, de manera muy resumida, Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Que ambos habitaron el jardín del Edén hasta que cometieron el error de incumplir la única norma que les había sido impuesta, motivo por el cual Dios decidió desterrarlos y los castigó a parir a sus hijos con dolor y a ganar el pan con el sudor de su frente. Desde entonces, todos los descendientes de aquellos Adán y Eva hemos vivido pagando por la comisión de lo que se llamó el pecado original.

Pero, como ya se intuyera con el invento de la epidural, parece ser que alguna tendencia religiosa no reconocida por la iglesia ha decidido que mi generación era la última que tenía que pagar por el error cometido por los primeros moradores de la Tierra. Y, como si Dios hubiese reconocido haber sido demasiado severo, se les conpensaba con el derecho divino.

¿Derecho a qué? Derecho a todo. A explotar a sus padres que, además, deben estar agradecidos por ello, a disponer de todo y cuanto deseen justo cuando lo deseen, a que no se les pueda exigir absolutamente nada, a poder recriminar cualquier cosa a sus progenitores y a culpar a la sociedad de cualquier desdicha que les acontezca y sobre la cual nunca tendrán la más mínima responsabilidad.

Dicha creencia se ha extendido con tanto éxito que incluso se ha modificado el código penal para poder condenar el pezcozón al hijo. Aunque quede algún irreductible como aquel juez de Granada que defiende lo contrario, los colegios se explayan profusamente en la explicación de los derechos de que disfrutan nuestros menores.

Aún recuerdo el día que mi hijo, a los seis años, volvió del colegio hablándome con tono inquisitivo de una declaración de la ONU que le concedía, en tanto que menor, no sé cuántos derechos. Cuestionado por mí sobre si le habían hablado de la declaración de las obligaciones del menor él me preguntó quién la había redactado, a lo que le contesté que seguramente nadie, pero que deberían haberlo hecho. Ahí se acabó la discusión.

Y es que, especialmente en nuestro estado, hemos estado tan preocupados en las últimas generaciones por conquistar derechos perdidos que, cuando hemos podido alardear de ellos ante nuestros hijos nos hemos olvidado de explicarles la más sencilla de las normas de conducta social: cualquier derecho acarrea obligaciones.

Siempre he estado en contra de la educación represiva y el pecado original forma parte de ella. Pero el derecho divino es exactamente lo mismo porque, como decía mi profesor de ética, la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás y, si alguien tiene todos los derechos está castigando a alguna otra persona a correr con todas las obligaciones y, si eso no es represivo, que venga Dios y lo vea.

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