miércoles, 19 de mayo de 2010

Sin revelión en la granja


Los Rodríguez llevaban ya varias generaciones de granjeros desde que aquel antepasado suyo decidió cuidar aquellas pobres vacas en aquel escueto terreno. Al principio lo habían hecho de manera extensiva pero, a medida que hubo necesidad de aumentar el ganado gracias a la buena marcha del negocio, tuvieron que pasarse a gestionar la explotación de manera intensiva y, con el trabajo que ello suponía, decidieron abandonar cualquier tipo de explotación agrícola complementaria.

Cuando el último de los Rodríguez heredó la granja eran buenos tiempos. Tan buenos que, de las dos razas que tenía, se permitió el lujo de dejar de ordeñar a las pardas suizas que, a pesar de que eran las que más comían, también crecían generosamente y eran la envidia de muchos en los certámenes ganaderos.

Con la leche de las Holstein era más que suficiente para costear de nuevo el pienso de ambas y generar un beneficio que le permitió ganarse un cierto prestigio hasta entonces inimaginable entre el resto de granjeros con los que compartía cooperativa.

Pero, como de todo el mundo es sabido, las buenas rachas no son eternas y así, un buen día, el precio del pienso fue en aumento, con lo que tuvo que empezar a ser cuidadoso con las raciones que daba a todas sus vacas. Sin embargo, al poco tiempo, las vacas pardas, que estaban demasiado acostumbradas a buenos ágapes, empezaron a mostrar una extraña agresividad y, después de esquivar unos cuernos, Rodríguez decidió completar de nuevo su ración a costa de la de las Holstein.

Las pobres vacas productoras redujeron su producción debido a la disminución de su alimento, con lo que los ingresos en la granja eran cada vez menores y, para colmo, el precio de la leche había bajado en el mercado, puesto que algunos otros ganaderos habían desarrollado nuevas formas de producción más eficientes.

Los males de Rodríguez aumentaron cuando las vacas pardas suizas, que se dieron cuenta del miedo del granjero hacia su cornamenta, empezaron a mostrar una mayor ferocidad enseñándole la cornamenta cada vez que aparecía para repartir el pienso y escondiéndolas cada vez a mayor cantidad de alimento, hasta que los ingresos de la granja no llegaban para pagar el grano.

En estas, el granjero decidió acudir a la cooperativa a pedir auxilio. No era el primero que lo hacía y, tal vez por eso, algunos socios que habían aprendido ya los métodos de mayor eficiencia, se extrañaron de que Rodríguez necesitase tanto pienso para tan exigua producción, así que exigieron que redujese su consumo de pienso y dejase pastar a las vacas en sus escasos campos antes de acceder al préstamo.

Lo estudió levemente, pero tenía pocas alternativas, así que nuestro granjero aceptó que le costearan parte del pienso a cambio de reducir el total de su consumo. Cuando volvió a la granja miró a los animales para estudiar cómo repartir una cantidad aún menor de pienso. Las pardas suizas le enseñaron sus prominentes cuernos y Rodríguez lo tuvo claro: reduciría aún más la ración de las Holstein con la esperanza de que se alimentasen en el prado.

Pero cuando soltó a sus vacas en los campos como antaño lo hicieran sus antepasados, se encontró con que el prado estaba prácticamente yermo y con que las vacas suizas, con su mayor corpulencia, vigor y cornamenta, arrasaron con lo poco comestible que quedaba en él antes de que las productoras pudiesen tan sólo olerlo.

Tardaron poco las Holstein en dejar de dar leche y tampoco demasiado en morir la primera. Fue entonces cuando Rodríguez decidió que no podía seguir haciéndose cargo de la granja y decidió venderla a algún otro ganadero más capacitado. En el momento de la transacción, el notario preguntó:

- Señor Rodríguez…
- Zapatero, Rodríguez Zapatero – contestó el granjero.

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