martes, 14 de septiembre de 2010

Reflexiones alrededor de un brasero


Supongo que por motivos que van desde el hartazgo hasta el miedo a repetirme demasiado, llevo unos días sin buscar la inspiración en las noticias de los medios de comunicación. Es por ello que la moda de compartir conversaciones cibernéticas me está nutriendo de intranscendentes reflexiones.

En este caso le toca el turno al bonito texto de mi ciberamiga Anna (para la que podría usar el mismo epíteto) en el que relataba con cierta melancolía las tardes que había pasado presenciando a su madre y otras señoras compartiendo tertulia alrededor de una mesa redonda bajo la que un brasero ofrecía su acogedora calidez.

Recomiendo su lectura a quien, como yo, tenga el privilegio de poder acceder a sus notas en facebook pero la reflexión que yo le prometí va por otros derroteros. Y es que la imagen que me vino a la cabeza me hizo pensar en esa tendencia humana a buscar fetiches para situar en el centro de nuestras reuniones.

La verdad es que, más allá de los tiempos muertos del baloncesto, me cuesta recordar situaciones de reunión en las que no haya por en medio una mesa, una hoguera o un atril para quien tenga la palabra. Seguro que hay justificaciones de todo tipo para ello pero me voy a aventurar a lanzar una hipótesis.

Los seres humanos no somos sociables por vocación, sinó por necesidad. Nuestra incapacidad como individuos para encontrar explicaciones a nuestras dudas y soluciones a nuestros problemas nos ha llevado a aprender que, sociabilizándonos, tenemos más posibilidades de progreso y, en consecuencia, de supervivencia.

Pero el ser humano ha aprendido también que el hombre (como especie, no como género) es el verdadero lobo del hombre, de manera que debemos sociabilizarnos de manera prudente para que nadie conozca los puntos que consideramos débiles en nuestras propias personas.

Una mesa nos hace sentir en menor grado de indefensión. Desde un punto de vista instintivo nos separa de quien nos pudiese agredir y racionalmente nos permite ocultar bajo ella unas piernas que tiemblan nerviosamente o desviar la mirada hacia la propia mesa o el café con leche que tenemos encima para que nuestras emociones no sean detectadas.

Porque es ahí, en las emociones, donde más débiles nos sentimos. Podemos compartir ideas, creencias, conocimientos y opiniones, pero las emociones y los sentimientos los reservamos. Y así, ocultando cada uno sus emociones, llegamos a ignorar que los demás las tienen y a actuar en consecuencia. Creamos una sociedad deshumanizada donde la empatía nos la tienen que enseñar en cursos de formación continua porque se nos ha olvidado que los demás también sienten y que las emociones influyen más en nuestros actos que los pensamientos.

Y cuando ya no sabemos como protegernos, nos inventamos relaciones virtuales en las que ni siquiera sabemos si al otro lado de la pantalla del ordenador está quien creemos que está y en las que nosotros podemos ser quien queramos ser, con las emociones que creemos correctas y no con las genuinamente nuestras. Tenemos miedo de nosotros mismos, de que nuestros sentimientos nos traicionen y nos aislen cuando, en realidad, son nuestros sentimientos los que nos hacen ser nosotros mismos, los que nos hacen únicos e irrepetibles.

Llegado a este punto sólo me queda aclarar que, a pesar de todo lo alegado, disfruto con un facebook que me permite amistades tan interesantes como la de Anna, que lamento que la imagen mental de unas señoras y un brasero me haya llevado a tanta elucubración inútil y que, aunque mi apariencia no invite a pensarlo, son numerosas las escenas cinematográficas que me hacen llorar.

2 comentarios:

Mariano Puerta Len dijo...

Bueno, para desmitificar un poco la imagen del brasero, parece ser que los efluvios de la combustión en un ambiente algo pobre en oxígeno provocan relajación y languidez. Esto favorecería las conversaciones calmadas y también la fabulación.

Ramón Martín Cabeza dijo...

Casi tanto como el buen vino o el orujo, pero vaya, no deja de tener su mérito...

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