miércoles, 2 de junio de 2010

¿Crisis?¿Qué crisis?


A parte del título de un magnífico disco de Supertramp, es más o menos la pregunta que me trasladaron desde un cooperante internacional. Parece ser que le llamaba la atención el hecho de que hablásemos de crisis mientras pudiésemos comer cada día, sólo porque tuviésemos que prescindir de lo que en otras latitudes son privilegios inalcanzables.

La verdad es que visto así uno relativiza las cosas y se ve obligado a pensar para llegar a la conclusión de que lo más grave de todo lo que nos viene pasando últimamente en Europa no es la crisis económica, sinó la de valores.

Resulta que vivimos en un continente que ha sido convulso desde siempre, que ha vivido revoluciones francesas y rusas para defender que personas somos todo el mundo y que esa condición, la de persona, nos confiere los mismos derechos mínimos. Un continente en el que nuestros abuelos tuvieron que dejarse la vida en el tajo porque su trabajo había servido para que su patrón tuviese derecho a vivir de renta, pero no para que ellos tuviesen derecho a una pensión.

Aquello que llamamos el estado del bienestar no es un regalo de nadie, sinó una conquista histórica por la que hubo quien murió y quien mató. Una conquista que hay quien sueña en poder globalizar para que algún día pueda alcanzar a esos países en los que lo nuestro suena a ciencia ficción.

Y ahora resulta que la criatura que se parió después de la guerra de las guerras para garantizarnos un porvenir estable, la Unión Europea, nos ha salido respondona y ha preferido el neoliberalismo americano a la Europa social. A las potencias europeas les preocupa más la volatilidad de los mercados especulativos que el salario de su ciudadanía.

Y aquí, en España, donde siempre habíamos mirado a Europa deslumbrados por los modelos de protección social de los vecinos de nuestros vecinos, resulta que ahora somos los primeros en acatar con resignación las exigencias de esa entelequia a la que llaman mercado financiero.

Parece ser que estamos en disposición de aceptar sin más que el estado renuncie a tirar del carro cuando se atora para dejar nuestra suerte en manos del sector privado al que, para facilitarle las cosas, le vamos a regalar el despido y facilitar el acceso a la gestión de nuestros servicios más esenciales.

Me resisto, y pienso seguir haciéndolo, a aceptar que hayamos renunciado al sueño de nuestros padres para sucumbir al sueño americano. Me resisto no sólo por aspectos románticos sinó porque estoy convencido de que ese sueño, el americano, muy pocas veces se convierte en delirio y la mayoría en pesadilla. Yo me conformo con poder garantizar un sueño plácido a todo el mundo.

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